La Ultima Trilla de la Jarilla

Domingo, 09 de Diciembre de 2012 01:38
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La Jarilla – Andacollo La Jarilla – Andacollo

A lo lejos se escuchaban los gritos de “¡a yegua… a yegua…a yegua!”  y el huaso Herminio, a eso de las diez de la mañana, al tiempo que asomaba por la colina, espueleaba su alazán apurando el tranco; último tramo del camino que lleva a La Jarilla, localidad distante a unos veinte kilómetros al sur este de Andacollo.  La trilla en casa de Juan Francisco había comenzado con los primeros rayos del sol y él venía recontra atrasado; asuntos que atender por allá cerca de los negritos  retrasaron su llegada prevista para el amanecer.

Efectivamente, las labores de la trilla habían  comenzado a primera hora de la mañana con el traslado de la imagen de  San Isidro desde la capilla a la era, no más lejana de tres cuadras, pues la abundancia de la cosecha obligaba redoblar los esfuerzos para sacar pronto la tarea; la que con seguridad se prolongaría hasta el día siguiente, a decir de los entendidos por el alto de la parva y de la ruma de gavillas dispuestas en la era.

Rápidamente acolleraron a Herminio con Pascual, el mayor de los hijos de Juan Francisco, los que al grito de “¡a yegua…a yegua…a yegua!” y haciendo resonar sus estribos chocándolos con los palos de la era, fueron arreando el piño de yeguas en la última corrida de la primera saca.  Al tanto que Doña Eulogia, afamada cantora de trilla venida  del sector de Limar y quien había llegado en la víspera,   daba vida con su vieja guitarra,  entre cuecas y tonadas, a la fiesta de la última trilla en casa de los Pastenes de La Jarilla.

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Aquel invierno fue particularmente  lluvioso y hubo abundante cosecha. Pedro Antonio - otro de los hijos de Juan Francisco-  recordaría más tarde, conversando con Desiderio, su hermano,  el como las faldas y laderas de los cerros  se llenaron del verdor y luego del color oro y miel de las espigas del trigo: “!si estas escarpadas  laderas eran irreconocibles,  con la primera lluvia después de años secos, por esas cosas de la vida, mi taita se aventuró en sembrar trigo, pues veía que el año se vendría bueno, y no se equivocó”. Aquel año fue abundante, a diferencia de los anteriores tres años  de sequía y desolación;  si hasta el ganado de cabras había desaparecido, por lo que Juan Francisco  había tomado la decisión, muy a pesar suyo y de la familia, de venirse  al pueblo a la vuelta de año o cuando las condiciones así lo permitieran.

La gran ruma de gavillas dispuestas para la trilla, recién se terminó de  armar el  día anterior, pues la preparación  de la era llevó más tiempo de los previsto y también se tuvo que alistar la ramada para atender a la  gran concurrencia que se esperaba; se debió  reforzar los corrales para los animales, hacer una nueva hornilla y ampliar la cocina. “¡Si hacía tanto tiempo que no había trilla en la Jarilla y todo se tuvo que hacer prácticamente de nuevo…!”  Era la conversación de las mujeres en la cocina, quienes a las órdenes de doña  Nicolasa,  esposa de Juan Francisco, preparaban el almuerzo de aquel primer día de trilla y no dejaban de recordar y agradecer a San Isidro por la bendición recibida. Doña Natalia, encargada de los cuidados de la capilla, relataba con entusiasmo  como celebraron en el mes de mayo a su santo patrono San Isidro, pidiéndole especialmente en su novena por  la lluvia para los campos y la abundancia de la cosecha.  A su vez doña Nicolasa añadía, “¡para la procesión del Santo vino gente de todas partes: de Manganeso, de Corral Quemado, de unas familias de La Cuesta de la Piedras, también se hicieron presentes los chinos del baile rosado de la Virgen de Andacollo,  algunos vecinos  del Curque,  otros de Chepiquilla y también de la lejana localidad de La  Caldera!”.  Fue una fiesta inolvidable, “¡si hasta vino el Padrecito de la Iglesia del pueblo a cantar misa!”, añadía la joven Manuela, la mayor de las hijas mujeres de Juan Francisco.

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Pasado el  mediodía y cuando el sol abrazaba con su más ardiente calor del verano de aquel lejano mes de diciembre, concluyó  la tercera saca y se hizo un alto en las carreras; era el momento para refrescarse  antes del almuerzo y un merecido descanso a las bestias. El mote recién pelado durante la mañana, servido en agua con azúcar, luego de hervir un par de horas en la lejía con las cenizas de la hornilla y de restregar en un harnero, sirvió para aplacar la sed de  arreadores,  horqueteadores, peones y unos cuantos mirones, aquellos no faltan y llegan sin que los inviten.  Al tiempo que se dispusieron de las mesas para servir el almuerzo. La otra hija mujer de los dueños de casa, María, no tardó en poner en la mesa el pan que ella misma había amasado durante la mañana y que todavía  conservaba el calor del viejo horno de barro. Sentados a las mesas se contaron un poco más de  20 cristianos, todos coincidían que la jornada de la tarde sería dura y ardua, por lo que había que restablecer fuerzas.

Cuando aún no terminaban de servir el almuerzo, una rica cazuela de gallina con chuchoca,  hizo su arribo el   cura párroco. No faltó quien corrió a servirle a tan ilustre visita un refrescante vaso de mote, quien agradeció con la bendición de La Santa Cruz en la frente y una estampita del Sagrado Corazón  de Jesús en la mano.

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Reiniciada la jornada de la tarde, luego de la bendición del señor cura y una vez dispuesta la era con la nueva saca, Estanislao, otro de los hijos de Juan Francisco, junto a su  avezado hermano Pascual, son los que dan vida a la primera corrida de la tarde. Un piño de diez yeguas, más dos mulas que metiera Chelo a la era, son los animales que al grito de “¡échale polo, échale yegua, échale polo, échale yegua!”...  de los arreadores, van desgranando y separando el trigo de la paja.

Así transcurre el primer día de trilla, que al caer la tarde, bien adentrada la hora de la oración, los fatigados jinetes, arreadores, peones y  horqueteadores, daban por finalizadas las labores del día. Al tiempo que se comenzaban a encender los chonchones de parafina, las velas  y las  lámparas de carburo, las que fueron dispuestas para iluminar la noche y saborear un rico caldo en la ramada. Al rato, el ajetreo del día, la conversación en la mesa y el canto de doña Eulogia,  se apagaron junto a la última llamarada de la lámpara de carburo. Y cuando en los chonchones ya no quedaba más parafina, el silencio de la noche era roto  de cuando en cuando con el ladrido del Yaqui y del Musulin, los perros de la casa, que a decir de doña Nicolasa, “¡ladraban para ahuyentar al mismísimo diablo que siempre rondaba esas tierras!”.

A la mañana siguiente, cuando recién despuntaba el sol por la cordillera y los gallos habían cantado más de una vez, se reanuda la segunda jornada de trilla. Las  teteras  hervían en el humeante fogón de la hornilla y  la mesa estaba dispuesta para servir el desayuno; ricas churrascas asadas a las brasas  y una gran sartén  con huevos revueltos, que poco rato antes se trajeron del nido de la castellana. Rápidamente  fueron llegando a la ramada uno a uno los colaboradores; algunos  durmieron a la intemperie,  a la luz de la luna,  entre las cabalgaduras y aperos; otros durmieron  bajo el techo del horno buscando su abrigo y calor; y los más afortunados durmieron en el cuarto de guarda de monturas y aparejos, apenas cubiertos por unos cueros que encontraron en la penumbra.  Todos coincidían en que se debía apurar la jornada para salir cuanto antes con la tarea. Fue así como en un santiamén ya estaban nuevamente corriendo en la era. Los gritos de “¡a yegua a yegua a yegua a yegua!”, de los hermanos Estanislao y Chelo,  despertaron a Doña Eulogia, que dormía en una silla junto a la hornilla  de la cocina; al rato y  luego de desayunar, estaba con su canto y su vieja guitarra de clavijero de palo, a la vera de la era.

El segundo día de trilla pasó raudo entre sacas y corridas…  Las labores de cocina siempre al mando de doña Nicolasa, se hicieron más expeditas, pues llegaron más manos colaboradoras durante la mañana. Para el almuerzo se preparó el tradicional guiso de trilla, el mismo que por años se sirvió en estas tierras. Apenas un rato de sobremesa y de nuevo las labores se centraron en la era; había que trillar todo el trigo antes que se pusiera el sol. Las corridas y sacas se sucedían rápidamente, mientras que la guitarra de doña Eulogia no cesaba de trinar y su canto se confundía con el grito de los arreadores.

Cuando llegó el final de la jornada, y las bestias descansaban en los corrales y nuevamente estaba armada la parva para ser aventada en los días siguientes, Juan Francisco rodeado de sus hijos hombres,  y sus hijas mujeres a la distancia junto a doña Nicolasa, agradeció a quienes vinieron a colaborar. Y con la certeza  que sería la última trilla en estas tierras, pues la decisión de partir estaba tomada, sus palabras se llenaron aún más de emoción. Luego, a la luz de los chonchones, lámparas y velas, y una vez  en la ramada, se destaparon unos cuantos chuicos de tinto y del otro y se armó la fiesta hasta el amanecer. Tiempo después se comentaba que doña Eulogia hizo bailar con sus cuecas hasta los mismos dueños de casa, y una vez cansada de tanto cantar, hizo que le dieran cuerda a  la vieja victrola guardada en el  aparador del comedor  para continuar la celebración hasta que cantaron los gallos, que paradojalmente, esta vez les anunció que debían dormir.

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De aquellos días ha pasado mucho tiempo y Pedro Antonio,  con su cabeza totalmente blanca por el paso de los años, vuelve a aquellas tierras dejadas en su juventud. En silencio recorre aquellos lugares; sus pocas  palabras hablan de los recuerdos que se anidan en su corazón, y en sus ojos se reflejan las nostalgias vividas siendo un adolescente…al caer la tarde, cuando el sol se perdía entre los cerros, y sus pasos desandaban el camino,  se volvieron a escuchar los gritos de “¡a yegua, a yegua, a yegua!”. Son las voces que viven eternamente en aquellas quebradas de La Jarilla.

 

Ensayo preparado por:     Esmildo Pastén Torres
                                               Investigador del Folclor
                                               Estudiosos de las Tradiciones.
  
Fotografía Inicial:               Angélica Araya Arriagada
                                              Fotógrafa, Banco de imagen en Corporación Monte Gabriela.
                                              Fotógrafa, Banco de imagen en Servicio Nacional de la Mujer,  Región de Coquimbo.
                                              Fotógrafa, Banco de imagen en CECA Ovalle.
                                              Asistente en Comisión Asesora Monumentos Nacionales.

http://fotoetnografia.wordpress.com/

Informacion adicional

  • Reportaje de: Rodrigo Toral
  • Fotografía de: Angélica Araya Arriagada, otras imágenes por Rodrigo Toral

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